Por: Dr. Carlos Martínez Assad
Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM
Coordinador del Seminario Universitario de las Culturas del Medio Oriente
Miro hacia arriba y veo despuntar en las copas de los árboles sus pequeños brotes de jacarandas; eso sucede cada año con el inicio de la primavera cuando el aire que se aspira deja sentir algo dulzón. Pasan los días y vuelvo por la misma calzada y todo el verdor se va transformando en el color de las jacarandas. Sigo mi marcha por las calles, recordando mi lejana infancia cuando la floración de esos árboles permitía adivinar la cercanía de la Cuaresma. Los cuarenta días previos a la Semana Santa y recuerdo las telas moradas cubriendo las imágenes y cuadros de las iglesias mostrando el luto que se avecinaba. Después con la Pascua venía el relajamiento, ir a los balnearios a nadar con los amigos y a comer con los familiares.
¡Mmmmhhhh¡ era la época de comidas deliciosas cuando por tradiciones ancestrales se degustaba sopa de habas o de lentejas, pescado a la veracruzana y chiles rellenos de queso, porque no se debía ingerir carne los viernes. La mejor temporada de frutas permitía beber aguas de melón, de sandía, de fresa y de piña. Y para finalizar capirotada en piloncillo con pasitas y su toque de canela o si se prefería con dulce de leche acompañada con piñones y trocitos de biznaga.
Y con esos pensamientos vuelvo a la realidad caminando por una ciudad vacía, donde se extraña la gente que transita en grupo, los puestos rodeados por ávidos clientes; no escucho el organillero de la esquina, tampoco el ruido molesto de los automóviles y de los camiones que acostumbraban pasar ininterrumpidamente. Tampoco se escucha el murmullo de las conversaciones ni los gritos de los muchachos al salir de las escuelas y juguetear entre sí. En el gran silencio, destacan los trinos de los pájaros o los ladridos lejanos de los perros.
Cuanto tiempo ha pasado desde que se inició el confinamiento debido a la pandemia de Covid-19, es difícil saberlo por la monotonía de las horas apenas interrumpida por las tareas habituales. Mientras tanto la ciudad se ha teñido de morado y su olor es tan dulzón que el gusto queda en la punta de la lengua. El piso se ha cubierto por una fina alfombra morada tendida sobre el piso, son las flores desprendidas de las jacarandas.
Las flores ahora se han marchitado aplastadas contra el piso; alzo los ojos y sólo veo los troncos oscuros de los árboles apenas cubriéndose con nuevo follaje. Cuánto ha durado el tiempo del encierro provocado por algo inasible, tan temible que no deberíamos nombrarlo. Pero nos ha aislado, ha hecho imposible los encuentros, nos ha alejado haciendo patente el individualismo presagiado.
Quizás el recuerdo, cuando vea de nuevo las jacarandas en flor decorando cada año la ciudad, expresará el optimismo de que la vida sigue.